Después de que el Palacio del Infante Don Luis se sometiera a una serie de reformas, esta construcción albergó de 1945 a 1970 el colegio Virgen de la Almudena, un internado en manos de las Hermanas de la Caridad y dependiente del Auxilio Social de la era franquista.
Boadilladigital, ha hablado con algunas de las exalumnas que se educaron en el edificio y que actualmente se las conoce como las ‘Niñas del Palacio’.
Probablemente el infante don Luis Antonio de Borbón jamás imaginaría que el palacio que mandó construir en 1764 en Boadilla del Monte, casi dos siglos después se convertiría en el colegio Virgen de la Almudena al frente de las Hermanas de la Caridad. Tras el acondicionamiento y reformas necesarias el boato de la corte del siglo XVIII se sustituyó por un hogar dependiente del Auxilio Social, del cual se encargaba la Sección Femenina, rama del partido Falange Española, para acoger a niñas de escasos recursos, huérfanas o en riesgo de exclusión social. Así, en 1945, el general Franco inauguró oficialmente este nuevo internado que albergaría durante 25 años a numerosas féminas protagonistas de numerosas historias, y que hoy día algunas de ellas están luchando para que no se queden en el olvido.
Ellas se autodenominan ‘Niñas del Palacio’ y así desean ser conocidas. Boadilladigital ha podido viajar en el tiempo con tres de ellas, Julia Avilés (63 años), Elisa Galán (61 años), y María Montaña León (61 años), recorriendo algunas dependencias del emblemático edificio a la par que sus recuerdos afloraban junto a un cúmulo de sentimientos encontrados.
Por las salas del palacio
Nada más entrar por el portalón de la entrada al Palacio que se ubica en la Plaza de la Barbacana, el trío que acompaña a Boadilladigital por este periplo a la memoria histórica del municipio, comienza a rememorar sus vivencias en un edificio que para ellas y todas las alumnas que allí se formaron era simplemente un internado. Ninguna era consciente de que su educación se estaba desarrollando en la antigua residencia de un Borbón, hermano de los reyes Fernando VI (de 1746 a 1759) y Carlos III (de 1759 a 1788).
Conocen cada recoveco del inmueble porque allí pasaron varios años de su vida y como niñas que eran su curiosidad no tenía límites
Cada sala de esta construcción del arquitecto Ventura Rodríguez, les trae recuerdos de una etapa de su infancia muy alejada de lo que allí se vivió en siglo XVIII. Conocen cada recoveco del inmueble porque allí pasaron varios años de su vida y como niñas que eran su curiosidad no tenía límites, de modo que recorrían las estancias ajenas a cualquier hecho histórico, tanto del pasado como del que ellas mismas, sin saberlo, serían protagonistas.
En su memoria las aulas aparecen situadas en la planta de en medio, los dormitorios, en la última, y en el tejado, tiene la imagen del palomar
En su memoria las aulas aparecen situadas en la planta de en medio, los dormitorios, en la última, y en el tejado tiene la imagen del palomar. No olvidan la capilla, que se encuentra a la derecha de la entrada principal y que es una de las estancias rehabilitadas. Allí Elisa cuenta como leía una y otra vez en latín y sin saber lo que ponía el epitafio del sepulcro de la condesa de Chinchón, hija del infante y que contrajo matrimonio con Manuel de Godoy, preguntándose qué misterio esconderían esas palabras.
También les causa estupor la visión de la estatua del Faraón, que cada vez que entraban por la puerta principal y se lo topaban de frente les generaba cierta desazón. Actualmente, la escultura se halla frente a la sala de música, donde en alguna ocasión les ponían cine o realizaban distintos eventos festivos. En el semisótano está la cocina original del palacio que en el colegio se empleaba para ensañar piezas musicales. Cerca hay unas escaleras que comunicaban las plantas, los baños, y una enorme sala en la estancia baja donde jugaban cuando llovía. Y luego el patio, es decir, los jardines actualmente rehabilitados.
Cantando el ‘Cara al sol’
Julia recuerda precisamente la enorme explanada del patio, que se le hacía eterna. Su familia residía en la calle Canarias de Madrid, e ingresó en el colegio con seis años en 1961 donde permaneció hasta los 12, es decir, hasta el año 1967. “Mi padre tuvo un accidente y un problema de EPOC, de modo que le tuvieron que ingresar en un centro especial en la Sierra de Guadarrama. Como mi madre trabajaba sirviendo en casa del general Muñoz Grandes en la calle Cañizares, no podía hacerse cargo de mí y mis hermanas, así por medio del Auxilio Social nos colocaron a la tres en el colegio”.
Esta exalumna asegura que vivió una época muy mala cercana aún a la posguerra, y en su caso no tenían para comer bien pues apenas había medios. Por eso, una de las cosas que tiene grabada en su memoria era lo que le gustaba estar en la cocina. “Se pasaba tanto hambre que hasta cuando me encargaba de volcar la leche para nuestros desayunos, el culito que quedaba me lo bebía, y de este modo estaba bien alimentada y tenía fuerzas para realizar todas las actividades que hacía”.
Yo sabía buscarme la vida, he sido una niña muy vividora, sin embargo, mis hermanas lo pasaron peor porque no tenían mi carácter.
Avilés cuenta que vivió dos etapas en el colegio. “Podemos decir que en mi caso experimenté una mitad mala y otra buena. Yo sabía buscarme la vida, he sido una niña muy vividora, sin embargo, mis hermanas lo pasaron peor porque no tenían mi carácter. Yo trataba de irme con la gente que veía buena y ofrecer mis servicios, con lo cual era positivo para ellos y para mí. Me supe adaptar. Por ejemplo, si pedían alguien para el taller pues yo aceptaba y recuerdo que bordaba los números que nos correspondían a cada una en la ropa, si otro día necesitaban alguien para el coro yo me presentaba porque a mí me gustaba mucho la música. Me acuerdo de que la madre superiora pasaba por las clases y nos mandaban cantar el ‘Cara al sol’. Salíamos al patio (los jardines) nos alineaban y lo cantábamos”.
Cuenta también tener imágenes de momentos puntuales que la impactaban como cuando las monjas cantaban el ‘Ángelus’ por las mañanas, las alineaciones que hacían en el patio o los concursos que a veces celebraban.
Yo prefiero quedarme con los recuerdos bonitos. Además, se aprendía muy bien
Según explica esta madrileña, todo dio un vuelco importante cuando sor Josefina se hizo cargo del centro. Fue alrededor del año 65. “Aquí estaban como el bueno y el malo. Las monjas mayores tenían otra disciplina porque el pegarte era muy habitual, pero cuando entró esta señora se terminaron los castigos, se terminaron muchas cosas. Y para mí, como siempre digo, entró la democracia en este colegio. Nos mandaban a los americanos, por ejemplo. Teníamos coros muy bonitos, salíamos fuera a cantar para TVE y participábamos en concursos con otros colegios. Yo prefiero quedarme con los recuerdos bonitos. Además, se aprendía muy bien”.
Los americanos
María Montaña León reconoce que entrar en el colegio Virgen de la Almudena fue una de las peores cosas que le pasaron en el año 1965 cuando contaba con ocho años. “Se murió mi madre y en tres meses me metieron en el internado. Me separaron de mi padre, de mis hermanos, que vivíamos en Orcasitas, y yo lloraba mucho. Cada vez que mi padre venía a verme le pedía que me llevara con él. Me acuerdo que una vez de tanto llorar la monja me dijo: ‘Anda vete y ponte la ropa de calle’. Me fui, bajé y ya se habían ido todos, entonces me llevé un llanto… Me dijeron que como siguiera así que me iban a cortar las visitas (que eran todos los domingos). Yo no quería venir, era entrar en el autobús cuando volvía de vacaciones, y llorar y llorar”.
María no se adaptaba al principio, pero a pesar de ello en los estudios iba muy bien. “Yo llegué sin saber leer y en dos o tres meses aprendí. También me acuerdo de lo de cantar el ‘Cara al sol’ por las mañanas. Luego entró sor Josefina y eso, por ejemplo, dejamos de hacerlo”.
No se me olvidará cuando nos llevaron a visitar la base de Torrejón de Ardoz. Nos dieron un perrito caliente, que era la primera vez que yo tomaba uno.
Con el tiempo se fue acoplando, hizo un grupo de amigas con las que jugaba en el patio. “Montábamos en los columpios que nos pusieron los americanos. De hecho, no se me olvidará cuando nos llevaron de visitar la base de Torrejón de Ardoz. Nos dieron un perrito caliente, que era la primera vez que yo tomaba uno. Nos llevaban de excursión. Nos ponían payasos, a veces íbamos a un río y mojábamos los pies. Tengo buenas impresiones de las tómbolas y de los Reyes que traían los americanos. De igual modo, era muy emocionante cuando salíamos con las procesiones por el pueblo, por el Corpus o las “posadas”. Éstas formaban parte de una fiesta que hacíamos en Nochebuena. Íbamos por las clases, llamábamos para que nos abrieran y cantábamos unas canciones. Entonces nos entregaban una bolsa con mandarinas y nueces”.
Por su parte, Elisa Galán Caballero, estuvo en la escuela en el mismo periodo que María Montaña, es decir, de 1965 a 1969. “Cada una ha tenido una vivencia diferente –comenta-. Yo provenía de un pueblo de Cáceres, Montánchez, y en total éramos seis hermanos. En un principio, venía muy contenta porque era un internado muy importante. Cuando llegué era verano, me trajeron en agosto, había piscina algo que en el pueblo no teníamos, y me daban cosas de comida que desconocía. Sin embargo, una vez empezaron las clases me intenté escapar. Fueron dos veces, me cogieron en la esquina de la entrada que había al lado del portón de la plaza de la Barbacana. Realmente me separaron de mis padres, y esa parte no deja de ser muy impactante cuando tienes ocho años”.
La educación que había recibido era del colegio del pueblo y sabía poco. Al principio, unas seis o siete alumnas nos sentábamos en sillas mientras que el resto lo hacía en pupitres.
Galán también se fue amoldando. El primer año fue quizá el más negativo por esa separación de sus progenitores y porque al principio notó que la “diferenciaban” del resto de las alumnas: “La educación que había recibido era del colegio del pueblo y sabía poco. Al principio, unas seis o siete alumnas nos sentábamos en sillas mientras que el resto lo hacía en pupitres”. Esta situación Galán la recuerda con un poco de resentimiento, aunque en aquel momento ser consideraba como “un método para no hacer perder el ritmo al resto de la clase”. Aún así, duró poco porque evolucionó en sus estudios y todo comenzó a normalizarse.
A pesar de todo, Elisa Galán reconoce que si ella no tuviera un recuerdo en general agradable de lo que vivió en aquella época en el palacio, no se hubiera movilizado para organizar quedadas, ya que ella es quien empezó a reunir de nuevo a las ‘Niñas del Palacio’. “Yo tengo otros hermanos que han estado en internados y no quieren saber absolutamente nada. No han superado esa época. Incluso hay compañeras del palacio que tampoco desean revivir esa etapa de su vida”.
Las “niñas” vuelven a verse
El reencuentro de las ‘Niñas de Palacio’ se gestó por primera vez a raíz de una conferencia en la que Elisa conoció a Paloma Olmedo, presidenta de la Asociación de Amigos del Palacio. A partir de ahí empezó a llamar a aquellas ex – colegialas con las que todavía tenía contacto y formaron un grupo de Facebook. Después, consiguió hablar con el alcalde de Boadilla, Antonio Gonzálel Terol, y consiguieron participar como invitadas en un acto celebrado en 2014 en el que plantaron un tilo como parte de la restauración de la terraza superior del jardín del palacio.
Al final, lo bonito de todo esto es que las personas que nos adaptamos nos hicimos un puño. Se fue imponiendo el afecto, la felicidad, y el cariño de las personas que nos rodeaban.
El siguiente paso que les gustaría dar es que les rindieran un homenaje en Boadilla. Actualmente están en conversaciones con el Consistorio para celebrar este evento en su honor.
Julia Avilés, termina este encuentro con Boadilladigital haciendo una reflexión de la experiencia de las “niñas” en el Palacio del Infante y que explica a la perfección el porqué muchas de ellas han deseado reunirse: “Al final, lo bonito de todo esto es que las personas que nos adaptamos nos hicimos un puño. Se fue imponiendo el afecto, la felicidad, y el cariño de las personas que nos rodeaban. Teníamos a nuestras maestras, a sor Josefina, y llegó un momento en el que el amor que nos dieron a última hora suplió todas las cuestiones anteriores”.
Teresa Rey